El fallecimiento del Papa Francisco sacude al Vaticano y activa protocolos centenarios
Un aire solemne envuelve el Vaticano. La muerte de Papa Francisco marca un momento histórico, no sólo por el fin de una era, sino por la activación automática de unas normas que la Iglesia católica ha seguido casi sin cambios desde hace siglos. El primero en actuar es el cardenal camarlengo, actualmente Kevin Farrell, encargado de comprobar oficialmente la muerte y declarar la sede vacante, el periodo en el que la Iglesia queda sin líder supremo.
La noticia desencadenó la maquinaria del luto institucional. Nada de improvisaciones: todo viene pautado al milímetro. El cuerpo de Francisco es preparado según el rito tradicional, con vestimenta litúrgica roja, símbolo del martirio y la autoridad papal. El ataúd, de madera sencilla pero reforzado con zinc, deja claro que el protocolo antepone la sobriedad a cualquier lujo personalista.
Durante varias jornadas, el Papa permanecerá expuesto en la Basílica de San Pedro. Fieles y autoridades podrán rendirle homenaje, en una despedida multitudinaria donde la emoción trasciende fronteras y creencias. El peregrinaje final no terminará en la cripta vaticana, como dictaba la costumbre para los últimos pontífices, sino en la Basílica de Santa María la Mayor, cumpliendo la voluntad expresa de Francisco y rompiendo con recientes tradiciones. Este gesto, sencillo pero potente, es otro de los símbolos del perfil reformista que caracterizó su pontificado.
Ritos antiguos, sencillez nueva y el próximo cónclave
Paralelamente al luto público, dentro del Vaticano se desatan los engranajes de la sucesión. Arranca el periodo de los novendiales: nueve días de oración continua por el alma del Papa y el destino de la Iglesia. Estos rezos marcan el pulso espiritual, pero también cronometran el calendario hacia el cónclave: el momento en que los cardenales, menores de 80 años, se reunirán para elegir al sucesor de Francisco mediante votación estrictamente secreta.
Las vistas están puestas en la mítica Capilla Sixtina, donde ningún cardenal puede entrar o salir hasta haber elegido Papa. El ritual, casi inmutable, exige una mayoría de dos tercios y absoluto aislamiento. Con fuerza simbólica, la fumata blanca en el Vaticano es la señal universal de que hay un nuevo líder entre más de mil millones de católicos.
Sin embargo, no todo es inamovible. Francisco dejó su huella en la propia despedida papal. Influido por su vocación de cercanía y humildad, reformó los ritos para quitarles todo barroquismo innecesario. Desaparecieron elementos suntuosos, como el cataletto, la cama de exhibición. La misa fúnebre, llamada Missa poenitentialis, ahora pone el foco en la esperanza cristiana de la Resurrección. El mensaje es claro: el Papa es un servidor, no un monarca, y su funeral debe transmitir precisamente esa perspectiva.
En resumen, la muerte de Francisco no sólo abre paso a una nueva etapa en la iglesia católica, sino que pone en escena la tensión entre tradición, reformas y futuro. El mundo entero observa, mientras los preparativos del cónclave se convierten en el centro de la vida eclesial, bajo la sombra imborrable de un pontífice que cambió los rituales hasta en sus últimos días.